(La Quinta. Las rodajas de almendra, que cortamos junto con las manzanas, e hicimos una torta, plena siesta.) Venís con tu hijita a la pile: logramos compartirla. Se meten por la parte menos honda. En silencio, callada, como siempre. (Tu hijita nos sonríe.) No nos decimos nada pero la vida, que se renovó, nos cruza, el agua nos acerca sabia, pacientemente.
Música, atisbos: tu razón produce primicias y proyectos que no son más que estrecheces, vagas acuarelas que percutís sobre la mar o muda de los sonidos. Ordenados, sí, pero fluctuantes, vida multiforme que se inmiscuye en vos: al escuchar. Música que nos llega corrompida: el ruido blanco, que filtramos, del mundo feraz. Ganás, mediante el disco que tus palabras son, un perentorio esqueje pulsional, peroel oído avizora sin más. Algo que late de otra manera en vos: cuando no ves.
No nos estamos encontrando, amor. Por ahí, me dirás, de a ratitos. Lo cierto es que las últimas semanas tantas cosas pasaron (la Ciudad, que se agitó; nuestra mascota, herida, y ése fue un susto grande; nuestro hogar, modificado un poco y bastante a desgana por el Bocha, un albañil dotado pero falluto) que ese dulce espacio de cariño y disfrute que se venía dando, único modo de vivir en pareja en que creemos, ¿no?, se fragmentó en forma de corridas y detenciones bruscas, de estallidos nerviosos e impaciencias ingobernables, indeseables. ¿Puede alguno ser feliz inmarcesiblemente? No me canso, lo mismo, de quererte, y digo sí a los tropezones, ogro que por semanas hizo de La Babía un caos. Amanece ahora, y vos dormís con el ventilador antimosquitos. ¿Cómo vendrá la mano más adelante? Escribo y sólo sé que el futuro, ese guacho, barajará de nuevo las vivencias y que de nuevo habrá que disputarle el título a la mufa, renovar el amor.
Porque asimilo los rostros a joyas que no conservan el dolor de sus crujías. Porque me doy contra setos que zozobran en la noche de las palabras/temblor. Dando tumbos, dilatando bajeles que son iguales a casinos de otras lides, quiero perderme, encajar.
El insomnio retuerce tus coyunturas. Una viejarda te apuró desde el saber/poder y emprendiste la huida luego de balbucear una respuesta idiota. Ahora repasás el "diálogo": el severo apronte, el tartajeo, la veloz retirada y el canijo final (niño impotencia). Cómo no haber contraatacado altivamente. Insomnio.
La cosa, en los que escriben queriendo ser oídos por sus contemporáneos, es atender al modo en que el rock interpela al mundo: reluctante, henchido de sabor. Porque el rock canaliza energía y hormonas reduciendo, está claro, la técnica al alcance del común de la gente. ¿Querés fama? Aprendé, a lo pseudo Stravinski, de esa fuerza de choque y volcala a tus cosas. Parrhesía impagable.
Las páginas. El texto. La ficción. Significantes lisos: al modo en que la arena prefigura minuciosos escorzos y fugitivos, ronca pleamar en que el sentido impera por un momento para luego hundirse o renovarse. Tablas que la premura de la letra aferra, birlibirloques que miles de ilusionistas diseñaron a la deriva de un sordo estupor. Y el lector, que, avizor, sobrevuela moroso los restos del naufragio, que se salvan al abrir el volumen.
Giran las cosas, tristes, en una luz perlada. El corazón, herido por la desgracia, surte. Vas del silencio al planto de una mirada virgen. Vas del silencio al joven que peroró sin frenos.
Lo hiciste una vez más: les aceptaste la ¡Despertad! a los Testigos. (Tu abuela la leía: letra grande para unos ojos que llorar supieron tu enfermedad.) La hojeaste: la moral a full en un diseño mejorado: el vino viejo en odres nuevos. Un vínculo que persiste lo compensa: aquella anciana fue quien te acercó laBiblia: vos la amaste en su volumen. Verdad que, de algún modo, aún te toca; pero hoy leés de cosas que a la muerta le hubieran repugnado... Aunque, ¿quién sabe?, sigue la adoración, tardía: las palabras son tu alimento, en ellas te afirmás.
Hay gente que te quiere, gente que se preocupa por vos. Aunque jamás te acerquen la tesera que circuya la herida, te dicen (no dejaron de decírtelo nunca) que saben que en tu grave cadena de miradas, aquella que forjaste hace ya mucho, aúlla una argolla demente que crujirá hasta el fin; y aceptan ese abismo sin más; y agradecés. Ecos y lejanías de puzzles y de esferas que cada anochecer entreteje y redacta y en que recién ahora conseguís relajarte.
Ya ves, amor: los días se volvieron un sucederse de tareas no imposibles que con gusto --porque nutren la casa en que queremos habitar-- hacemos. "Hay poca plata", nos decimos sin caer en esos pobres desesperos que poco contemplativos son con los enclenques, y tratamos de dar pasos más justos, más confiados, con que suplir la carencia propia de todo ser. Autonomía: algo que estoy por fin apreciando, logrando: fue deseable con vos la madurez. Hay poca plata, sí, pero también hay motivos de sobra para hilvanar los días de tal modo que nuestro hogar prospere. Tenemos un fueguito, leña seca. Se trata de cuidarlo.
Las ganas de escribir un poema, de nuevo. Una sobreabundancia; palabritas que piden partir; su singladura. No hay último poema: al final siempre sale reincidir. Y el sentido es la urgencia con que me procuro, no hay caso, lapicera, papel, soledad. Algo quiere suceder; qué sería de mí si las callara. Eso sí: yo hago mutis y algo escribe, precisa registrar ciertas cosas para después. O no: es el eco de un mundo, los restos de una fiesta en la que nunca supe que estuve sino ahora.
Sus guedejas un otario columpiaba despacioso. Vino el mirto y se plantó, ardite para mojones. Mira el funyi tal presea o fulcros sin distender. El otario, crencha y moco, dilapidaba fusiles. ¡Periplos inconducentes! ¡Fuente inmune! ¡Primerear! La gentuza, distinguida. ¡Guerra total al macaco! ¡Colocón o padecer! Los sulquis claman vendetta...
Como un desesperado, como si me espoleara el ángel del rigor, trabajé. Desmedido afán, el tiempo es nada cuando el deber ejerce. Agotado, llegó el sábado del día. Acedia o extenuante bregar: no sé alcanzar velocidad crucero, dosificarlostrancos. Dicen que es practicable un arte del vivir. Yo no tuve maestro. Tan sólo soy astilla del pujar obstinado y abrumador de un palo que aún no se relaja. Gallego cejijunto. Mulo para las cosas.
Un incendio devora los campos. Hay quien ruega a Dios por que la lluvia caiga por fin. Inútil su plegaria; viciosa. Arden los campos. Hay bomberos voluntarios para quienes el fuego puede ser extinguido, pero actuando. Hay también políticos que tratan de quedarse con todo el rédito posible: quién apagó el incendio, quién fue el inoperante. Arden los campos. Hay quien duerme; los demás sudamos en silencio. Pasa un auto. La cosa será olvidada pronto: arderá otra noticia en nuestros pechos huecos, y la lenta galaxia seguirá navegando.
Pero el tiempo es inmenso. El tiempo es ese gato indolente que duerme allá en la mesa, o sólo hace de blanda estatua. Imitalo. Callá tus pasos en la arena y percibí el silencio, quieto como una nube. Todo pende y se expresa, acabado. Tomá cada ser al alcance de tu mano y con tino sopesalo. Navegan las cosas hacia vos, te rozan, se diluyen. Es una fiel deriva el tiempo. Es como un buey que pasta sin apuros.
Confiables, previsibles: así quiere la gente que sean tus acciones. Y si no sostenés sin más esa promesa, esa ficción común, más luego no te quejes si nadie te acompaña: vos mismo le mojaste la oreja a lo más santo, y eso no queda impune.
Lo mejor es leer. Después de todo, no importa quién redacta sino las ocurrencias de una frase al continuar a otra. Porque los libros se suceden: algo que no se agota en la palabra fin se engancha, de manera más bien fluida, es más, practicando una lógica renuente a las explicaciones, a otra oración, unidas como cuentas dispares, pero no por la intención de los que escriben. Algo que no descansa liga, a través de nosotros, aleatorio, nuestras lecturas. Algo que no se detendrá, que se extasía indefinidamente.
Para los otros no existe que haya habido enfermedad. Ninguno de los que ayer reían imagina ese infierno. Vivís bajo la forma de repetir pasillos. De estrellarte por lustros contra las mismas aulas. De vos los otros saben sólo un apodo. No exijas empatía ni mayor disimulo.
Un libro más. Y nada queda. Sueño de que despierto, parto de esa ventana y se desconfigura: dimensión clausurada. No lo lamento. Tomo sin apuro otro volumen, leo. Tal es mi modo de volver al ámbito callado, primitivo de la más grata intimidad/alberca: la de seguir un curso de letras más o menos ordenadas que a qué conducen sino a domos de sentido deletéreo que de pronto se elevan --promesas incumplibles, que confortan-- y a que es dulce trepar sin que mayor registro quede de mi ascenso, su temblor.
Las palabras ¿qué pueden? ¿Qué haré con ellas? ¿Qué me permite mezclarlas, cortar, alzar? Y tocan manos impredecibles muchas veces. Cubil que guarda inesperados lobeznos y maderas. Francas o resentidas oraciones: del fondo de una caverna surgen liberados esclavos, murmuradores. Vieja cornucopia la voz. Palabras como cuerdas que rozo, que devuelven armónicos que nunca dominaré del todo. (Violín que dejo escrito; arco de los demás.)
Y sí: poquita cosa era la poesía. ¿Te acordás? La profunda emoción que sentiste al leer tal historia... El amor a los libros que tu madre traía del Centro, esos usados, desmesurado amor... Y poco más, ¿no cierto? Lo de Handke, la Musa que le dice que apenas una voz, sus palabras --esas menesterosas--, es el poema: voz como la de cualquiera, pero tuya. Y quisiste ser eso: vos: abrir la boca, balbucear un poco de lo tuyo en el papel... Palabras, nada más que palabras. Como las de tu madre, a fin de mes --y duelen, y te callás--: "¿te queda aún dinero?". Como las de cualquiera, cuando te conoce y pregunta a qué te dedicás.
Ahora que las pulgas se retractan y duermen y que los alces, duchos en consumir las aguas leteas, se empecinan en remedar mis modos, tranquilos y pausados como viejos alfanjes, yo silbo un estribillo de dunas o de insectos y me calzo diademas que monjes aprontaron. Y los álamos gordos se distienden sin gracia, y los perros de jade ladran impunemente en medio de un fonema que, lejos de lucir, supura una oración de retoños sin dueño que, a medida que el numen de los cuatro suplicios en que jugué se esboza, desacomoda rostros. Mares de la escansión: los sillones y lizas se guardan, divertidos, al tiempo que las moras esparcen, despeinadas, turgentes, su carbunclo por nadie más que por el Albo, su mirilla. Mares sin solución: cornucopias celestes manotean sus bolsos y parten: panorama que se finge retráctil, y que suspira almejas, y que cae, abrasivo, frente a aquel mostrador.
Un narrador amigo, cultor de las guitarras a lo Fripp (ese inglés que lidia con el caos metronómicamente), al ver que todavía permito que me corran con roncas utopías y reclamos eternos los últimos reductos de la Izquierda, coloca en sus mails argumentos irrefutables (ha escuchado lo mío y desde ahí me escribe) con los que me señala que no soy yo al torear, al salivar. El punto que me marca no tiene nada que ver con que no tendría que hablar, en los poemas, de la maldita política, sino que insistiría en adherir, borrego, a una Verdad omnímoda e inverosímil a estas alturas de la vida: gran fantasma que sigue fustigando, apurando: la vanguardia rebelde, juvenil, explosiva y vehemente a que no dejo de adherir medrosamente, cruel moral de pertenencia. ¿Qué le puedo decir a ese que me conoce? Todo depende apenas del famoso parate: si me viera las canas en el espejo... Si dejara que la edad, podando, mejorando, se metiese también con mis ideas, vagas, adolescentes... (¡Oh! ¡Ya rondo los cuarenta!)
¿Y el país? ¿Se lo ve desde mi casa? ¿No es, como quien dice, presa reservada a la tele, a la radio? ¿No baila en Facebook como flyer --cool o choto: barato--? ¿No es emoción pedorra, regurgitable? ¿Le debo versos? Me asomo a la noche del patio para fumar un pucho, para andar bajo el frío del invierno. Con pan y sin trabajo pago, siento que no hay país; que esto es un laberinto con fronteras más grandes y más chicas. Y pienso que durar sin chistar por deporte no es cosa objetable... "Qom, qom", golpea en la mitad del poema, "qom, qom", el parche del cultrum. Como si, más allá de la farsa en que estamos, algo dijera: "hay sangre derramada acá cerca: en el país", por más que en mi casa se escuche tan sólo un colectivo que pasa. Como si la pregunta trajera un golpe sordo --"qom"-- que en la noche restalla: más allá de esta muelle duración descreída.
Esa mano que busca la mía, y nos dormimos; esa pieza en que nada incomoda o disuade; y la casita enclenque, que vamos mejorando; y el jardín en que el perro hace pozos y ladra: marcas de un tiempo sabio en el fondo, aunque a veces nos apuremos, presas de un medroso cariño. Piedras francas y briznas que regamos deseosos, el tiempo nos desgasta y seguimos sonriendo. Piedra/brizna que cuido como brasa de junco, esa mano que busca mi mano por las noches es el mayor tesoro, el más hondo sentido.
Qué sería, chiquita, que por una cerveza buscada, y es rutina, después de medianoche por calles sin un alma te causara un disgusto. Cierre de la jornada, la cerveza es mojón de libros que por horas me acompañan. Ahora te levantás, mimosa cargoseás al Lagarto --que no se hace problema ni mucho menos-- y me decís frasecitas amanecidas. Amo tu despertar. Macana sería que un puntazo terminara con esto. Cómo quisiera que las calles fueran algo con corazón, o casa abierta a todos. Nadie nos sonríe en la noche. Yo volveré a salir.
Acabo de perderte. Noche del corazón, ahora te entreveo: indiferente, plena, sucesora de nada. Clausurado, vaciado, de lejos gesticulo: y mis muecas se agotan ante un espejo sordo y prepotente que, inapelable, anula este armonio quebrado, sus notas, su pedal.
Entender. Ser, más bien, un entendido. Docto que diserta --paciente, clemente-- frente a un niño. Ser otro. No desairo aún tal imposible, por más que se me muestre impracticable, odioso.
Porque también en mí algo se enerva cuando me fuerzo al anhelar esa impostura o mueca.
Mueca o tic de empeñado en llamar a aquel muerto que alguna vez me alzó, que me enseñara Morse. (Y abrir la Enciclopedia, y ver todos los puntos y las rayas, y ya no poder aprender...)
Último padecer, hacés que los poemas pretendan formas claras que regalás sin más al estulto vecino; las previas fueron cruces en los helados muros de una casa que nunca fue tuya. En ella luego amaste y te olvidaste del sentido de arar para los otros: poco, huero fruto mordías entre tus labios. No podemos permitir que repitas exangüe: "la poesía ha muerto". Tu corazón, tu viejo corazón de negar, pierde esa piel ahora. No temas, que mañana vas a apartar juicioso a todo aquel que exija lo que sólo a vos toca de tu propia visión.
Tiempo para mi madre. Y los vasos se ensañan en los manteles últimos. Y ella ya no comprende que comienzo a entreverla. Muñeco de hilos dulces que destripamos pronto. Tiempo para mi madre. Acompañarla ahora que todo nos deslumbra. Conciso testimonio el temblor de sus manos de aljibe. Ya se aleja: destrozada, menor.
El violín, en su estuche, corta una cuerda. Poco a poco deshará su propio cuerpo. Prendo un cigarrillo y fumo apostando a que el vicio finalmente me pierda. Porque la muerte es dulce para los derrotados.
La ropa sucia; el turbio eco de un verso que se abrasa entre las lilas demacradas de un jueves lejano, deleznable; las lívidas paredes, que reflejan el negro replandor de una anciana que desfallece... Parte el colectivo que alguna vez tendrá que tomar, y que rueda hacia ningún destino previsible. Desidia desmesurada y acre: ella se fue entonando díscolos ritmos y él, a quien punza un terror indefinido, calla en la curva infeliz de un río proceloso que retuerce el aullido menos volátil de un tiempo infinito, terco.
Ambicionó de siempre ser profundo. Brillante se imaginaba, noble. Y se pasó la vida entre libros de arcana erudición. Tristeza y un rencor silenciado fue lo que obtuvo. Niño que lee de un volumen que está al revés y, docto, se rasca la cabeza.
El loco. El estallido. La punción. Sangre de más. Esclavo de sentimientos lívidos. Negada su indefensión. Exangüe, desguarnecida. Límite, y afuera. El ominoso. El otro.
De hace tiempo que me conocen, y me llevan, aunque lo oculten, en sus almas. Es mentira que a una mujer en forma de serpiente engañase en un jardín rosáceo o que a un hombre tentara en el sucio desierto. Soy el licor oscuro que el anhelo destila en la noche profunda y que ustedes postergan, jadeantes, espantados. Soy lo que facilita lo que más fuertemente ansían, lo que tanto se obstinan en negar.
Ahora que lo pienso (vos allá, intentando dormir; porque tu siesta fue abundante, y las cosas que hoy hiciste, si bien cargosas, poco te exigieron; y puede que en un rato te levantes y te acerques en busca de un cuentito), no hay sombras, noche leve, y bien podría dar noticia de asuntos sin mayor "trascendencia": anotables. Insistí ya tantos años con mis lloriqueos, y tantas veces más alcé en palabras las muecas del pesar, que simplemente no quedaría otra salida que la de mirar alrededor, y ver. Olvidarme de mí para fijar pasables argumentos de estos seres que vienen y se alejan, aunque porten siempre en su seno algo incomunicable. Y darme cuenta de que el mundo, el vasto mundo de peripecias de los otros tendría que pesar más que mi suerte, incluso en mí: el obtuso a lo que dicen y que sollozan, de lo que se jactan y, claro, eso que ignoran, -- ignorantes, los más, no hay modo, de mi ser arisco. Tendré que hacerme ciudadano y dar en descripciones mi tributo al mundo, me digo, y hacer trizas los espejos y respirar sin más entre la gente. (Y vos allá, en la cama, a quien de pronto siento luchando de hace ya bastante contra mi obcecación, mi muladar.)
A quién le importan, pues, versos de resentido, ni palabras iguales a cruzas que fracasan. Yo conozco la soga que endulza el corazón, y finjo mansedumbre ante los rostros vagos. Y finjo, comedido, claridades o mudas, y quizás hasta creo que un ángel toma nota. Pero el alma reniega de repente de sus pretensiones imberbes y zumba entre las abras. A quién, a quién le importan mis palabras o pinches y mi mente que niega cuerpos bajo el dolor.
Y de nuevo las almas del solar entimema se parapetan contra las caricias del ángel, y una lívida niebla sin formas, que decrece, medita los temblores de la salvaje ley. Muerta de inanición entre chuscos idiomas, la calavera calva, presbicie y testamento, aletea, silente como mono que aullase, la terca cantilena que conduce al amor. El decoro y los nombres, acusados por sombras, estiran la clemencia que el embuste digiere, y se unen al espectro de un álamo salaz. El decoro, presea que uno otorga a la lágrima, y los nombres, negados por un juez del Oriente, tundidos en la lluvia recelan del saber.
Si yo, que estuve loco, ahora puedo decir de mí insanía es gracias al amor. Pero los años vividos en desgracia son un pozo en penumbras del que a veces salen turbios fantoches que atacan y se van. De los amigos, de los que así llamaba, muy pocos se probaron resistentes a verme hecho un guiñapo, y muchos hoy me evitan. ¿Es que para los salones de turno uno puede hacer culto de franceses a la moda que tratan de lo anormal, y es norma, pero cuando los más, y no exceptúo al universitario, tienen que tratar con el demente retroceden, asqueados? Lo real: un muro inexorable aísla al que se hundió de los normales. No eran falsos amigos, mascullo: no pudieron soportar la mutación. Y el pozo nació, me digo, para atemperar ese puñal: que pocos permanecieron a mi lado cuando me convertí en un negro "andrajo autistizado".
¿Por qué renunciaría a tus manos, a sus ricos dones, que colman de alegría mis tardes? Y sin embargo, huero me siento, y me imagino alejándome de las calles y los hombres.
Un mal momento, amor, un temblor insidioso: ya me veo enclaustrando nuevamente este cuerpo.
¿Razones? No las hay. A no ser un penoso desasosiego, un turbio humor, y oscuro, y arde.
Qué pueriles que son, en el fondo, las nuevas canciones. Las escucho gracias a un neo walkman cuando salgo de casa, cosa de que el trayecto se aligere. ¿Leer en el bondi? Ya no: me mareo no bien paso de la segunda a la tercera página. Y la macana es que el celu sólo capta emisoras potentes. Total: como no quiero Cadena 3, insisto con el rock nacional y sus pobres acordes. Y mientras disecciono despiadado las rimas de Calamaro y prole y analizo las vueltas cuadradamente armónicas de los diversos grupos --porque el intelectual no puede estar a gusto con nada ni con nadie, y hay que ser mala onda--, me sorprendo de pronto bailando imperceptible- mente, con gestos breves, disimulados, en la parada de turno y me entrego, sin más, a una Época púber que coordina cabezas de rictus serenado a través de unas calles en las que nunca nos han chocado, hasta ahora.
¿Nosotros? Sí: miramos las cosas como por primera vez, y nos extasiamos y las celebramos: algo hubo que apareció sin más, resplandeciente y vivo, fastuoso en su humildad. Pero después andamos de sorpresa en sorpresa: como quien colecciona; o, y es lo más común, adocenamos nuestra mirada, ya saciada el hambre de una endeble curiosidad. Y vamos --¡y no somos conscientes!-- a través de una noche colmada de delicias que nacen y se extinguen como por sortilegio. ¡Ah, noche en que podríamos ver las flores fugaces! ¡Ah, mirada que, obtusa, deprecia porque ignora cada relumbre o ser que yace: primitivo, y terrible, y ajeno!
Llueve apenas, ahora: dos o tres gotas guachas me mojaron cuando salí de la estación de servicio, luego de leer noticias viejas, desvaríos de cuando aún no había habido nunca Papa nacido entre nosotros. La Mañana (¿era ese diario?) hacía análisis de apuestas; hoy Bergoglio, que no era favorito ni mucho menos, recompensará, 20 por 1, si no me equivoco, al loco que predijo que iba a ser Papa. Grácil la nota, de color: cualquiera puede vincular, hoy por hoy, la religión al juego, devolviendo al Cristo, de este modo, al mundo: 33 a la cabeza. Por mi parte, prefiero saber, no sólo gracias a la lógica --esa magia vulgar--, que la Agustín Garzón se está mojando.
Poses de sinapismo reconcomen la seda que aguaita en la vereda del edecán. Lo mismo que un gozne que chirría es la tripa del niño; cada fulgor de armiño puede servir de guía. Pelota de las cruces estrujadas en vano, repica en el hermano mi oración. No traduces el tomillo en agraz a mi Pampa de ordeñe, ni eres un odre lueñe que derramo sin más.
Dice mi amor que creo en lo que escribo sólo en el momento de escribir. Qué farsa parece que mantengo: por más que me presienta uno, indiviso, el mismo, la verdad que salto entre contrarias formas de ser. Soy yo, lector apetecido, el que lanzó al mundo eso que está ligado, pese a todo, a mi apellido, sí; pero también soy todos los demás que la Mejoradora va conociendo, y muchos otros más que callo, que oculté en ese lodazal desahuciado que no obstante cobra, por momentos, mayor vida y prestancia que nuestro presente: dios de lo real.
Marca el grillo las dos de la mañana. Escucho pasar, uno detrás del otro, allá en la calle, los autos y me digo que hay una pausa en que las palabras reposan para empezar a andar de nuevo, cuando el mundo, después de que dormimos, vuelve a mandar. Escucho sonidos impasibles que quizás hablan pero que sobre todo ondulan, escucho el rumoroso, persistente latir de estas cosas en calma; pero escribo. ¿Tendría, entonces, que dejar que mi mente se extrañe en la neblina/pulso de materia sonora que apenas entreveo y recién anotar?
La mañana padece. Por un malentendido dormimos separados, no nos amamos. Lenta cae la lluvia. Somos dos que se esquivan, dos que temen maltratarse. Cohabitar dolido.
Me he descubierto cruel y ya no puedo mentirme. Con amor o sin amor, destripo al observar al que está enfrente, exangüe, sin una gota de piedad, y oculto en mi interior emblemas de halo nocivo: gozo al contemplar el sufrimiento de cualquiera, pero arrojo esa mirada a la penumbra y logro querer a los demás. Porque aún vale todo esto que subsiste.
¿Por qué soñar con vos ahora, cuando la sombra se atenúa? De hace un tiempo que no nos dirigimos la palabra, pero recién, en la pantalla de un hablado sueño, ya te figurabas siendo madrina de alguien que no puedo querer. Te iluminabas con las albricias al revés --no tengo nada que darle, soy un impedido para la guita, apenas lato en presente--, y agasajo y paz me proponías. Un cigarro marcapiel fue, para vos, mi explicación. (Soñé con tres mujeres a lo largo de un día que cerró con vos llorando, emocionada por un deseo que jamás podré cumplir: en la vigilia.)
Los escrutamos, con creciente equidistancia y luego hastío, desde la más temprana edad hasta que, por palparlos alguna vez de fuego, y después es más fácil, y cada vez peor, concluimos --¡y es como renegar de los dioses!-- que los libros en nada nos afectan. Es otra ahora la aventura: nuestra impía mirada los disecciona. Yo que inapelable falla porque piensa que asiste a una gresca "importante"; sólo por ser nosotros los que la provocamos. Amaestrada bestia.
Yo era el muerto, y latía secamente en la noche mi corazón, y un soplo negado era la vida. Y los otros --¡los otros!-- se erguían como mármol vaciado, y el silencio era espanto y ciclamen. Y estaba muerto, y era la crueldad lo debido: desollarme inclemente, vagar frente a los otros. Secamente latía mi corazón, y llaga supurante era amar su mármol en la noche.
Y me faltás. Y estás a más de mil kilómetros. Y la semana encalla. Y la noche se estira. Y el año que vivimos lo es todo y sin embargo --injusticia; temblor-- se esfuma, se diluye, y mi pecho se ahonda. Esta casa me sobra: porque no estás. Herido: nada sé de tus labios, de tu risa, de tu salvaje cabellera, azabache que ardía. Soy un mar que padece: luna de mi marea. Cuerpo, y voz, e incompletos minutos, y sentirte: a más de mil kilómetros. Y la semana encalla. Y la noche se estira.
Es innegable. Soy feliz. La madrugada late, como una fruta que pende. Digo: "aljibe de la casa paterna, y el magnolio, entre sombras". Digo: "amor, allá lejos, descansando de todo lo que es ciudad, trabajo". Digo: "cuerpo, y sudor, y beber; y la casa, en que se acrece --¡río!-- una intensa memoria". Los versos pesarosos ¿para qué? ¿Cómo pude dejar de ver el mundo, que de continuo da todo su ser al ser? ¿Qué pasó que, apagado, disminuido, enfermo, cuando rozaba vida retrocedía, idiota? Regué el jardín, y el perro jugó conmigo; y esto siempre estuvo al alcance de la mano. Saber, al menos por un rato, que el Paraíso es eso: una mirada limpia y el corazón en calma.
Apareció muy poco en mis poemas la amistad. Resentido que cultiva pesares, apenas si dejé constancia de mis dos y ahora tres hermanos en la vida. En la fresca mañana --ya llovió, ya los pájaros callan, ya los autos transitan su deber-- miro lejos a través de los años y encuentro su presencia, sabedora de mí, de lo poco que soy y que les basta. Amor: la soledad no ha sido tan gravosa, exagero sin duda cuando te hago relación retorcida de lo vivido: siempre una mano discreta benigna me amparó y franca. Lo demás, te diría, que se diluya en el olvido.