para Cecilia, nuevamente
Esa mano que busca
la mía, y nos dormimos;
esa pieza en que nada
incomoda o disuade;
y la casita enclenque,
que vamos mejorando;
y el jardín en que el perro
hace pozos y ladra:
marcas de un tiempo sabio
en el fondo, aunque a veces
nos apuremos, presas
de un medroso cariño.
Piedras francas y briznas
que regamos deseosos,
el tiempo nos desgasta
y seguimos sonriendo.
Piedra/brizna que cuido
como brasa de junco,
esa mano que busca
mi mano por las noches
es el mayor tesoro,
el más hondo sentido.
Qué sería, chiquita,
que por una cerveza
buscada, y es rutina,
después de medianoche
por calles sin un alma
te causara un disgusto.
Cierre de la jornada,
la cerveza es mojón
de libros que por horas
me acompañan. Ahora
te levantás, mimosa
cargoseás al Lagarto
--que no se hace problema
ni mucho menos-- y
me decís frasecitas
amanecidas. Amo
tu despertar. Macana
sería que un puntazo
terminara con esto.
Cómo quisiera que
las calles fueran algo
con corazón, o casa
abierta a todos. Nadie
nos sonríe en la noche.
Yo volveré a salir.
Acabo de perderte.
Noche del corazón,
ahora te entreveo:
indiferente, plena,
sucesora de nada.
Clausurado, vaciado,
de lejos gesticulo:
y mis muecas se agotan
ante un espejo sordo
y prepotente que,
inapelable, anula
este armonio quebrado,
sus notas, su pedal.
Entender. Ser, más bien,
un entendido. Docto
que diserta --paciente,
clemente-- frente a un niño.
Ser otro. No desairo
aún tal imposible,
por más que se me muestre
impracticable, odioso.
Porque también en mí
algo se enerva cuando
me fuerzo al anhelar
esa impostura o mueca.
Mueca o tic de empeñado
en llamar a aquel muerto
que alguna vez me alzó,
que me enseñara Morse.
(Y abrir la Enciclopedia,
y ver todos los puntos
y las rayas, y ya
no poder aprender...)
Último padecer,
hacés que los poemas
pretendan formas claras
que regalás sin más
al estulto vecino;
las previas fueron cruces
en los helados muros
de una casa que nunca
fue tuya. En ella luego
amaste y te olvidaste
del sentido de arar
para los otros: poco,
huero fruto mordías
entre tus labios. No
podemos permitir
que repitas exangüe:
"la poesía ha muerto".
Tu corazón, tu viejo
corazón de negar,
pierde esa piel ahora.
No temas, que mañana
vas a apartar juicioso
a todo aquel que exija
lo que sólo a vos toca
de tu propia visión.
Tiempo para mi madre.
Y los vasos se ensañan
en los manteles últimos.
Y ella ya no comprende
que comienzo a entreverla.
Muñeco de hilos dulces
que destripamos pronto.
Tiempo para mi madre.
Acompañarla ahora
que todo nos deslumbra.
Conciso testimonio
el temblor de sus manos
de aljibe. Ya se aleja:
destrozada, menor.