Ahora que las pulgas se retractan y duermen
y que los alces, duchos en consumir las aguas
leteas, se empecinan en remedar mis modos,
tranquilos y pausados como viejos alfanjes,
yo silbo un estribillo de dunas o de insectos
y me calzo diademas que monjes aprontaron.
Y los álamos gordos se distienden sin gracia,
y los perros de jade ladran impunemente
en medio de un fonema que, lejos de lucir,
supura una oración de retoños sin dueño
que, a medida que el numen de los cuatro suplicios
en que jugué se esboza, desacomoda rostros.
Mares de la escansión: los sillones y lizas
se guardan, divertidos, al tiempo que las moras
esparcen, despeinadas, turgentes, su carbunclo
por nadie más que por el Albo, su mirilla.
Mares sin solución: cornucopias celestes
manotean sus bolsos y parten: panorama
que se finge retráctil, y que suspira almejas,
y que cae, abrasivo, frente a aquel mostrador.
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