Un narrador amigo,
cultor de las guitarras
a lo Fripp (ese inglés
que lidia con el caos
metronómicamente),
al ver que todavía
permito que me corran
con roncas utopías
y reclamos eternos
los últimos reductos
de la Izquierda, coloca
en sus mails argumentos
irrefutables (ha
escuchado lo mío
y desde ahí me escribe)
con los que me señala
que no soy yo al torear,
al salivar. El punto
que me marca no tiene
nada que ver con que
no tendría que hablar,
en los poemas, de
la maldita política,
sino que insistiría
en adherir, borrego,
a una Verdad omnímoda
e inverosímil a estas
alturas de la vida:
gran fantasma que sigue
fustigando, apurando:
la vanguardia rebelde,
juvenil, explosiva
y vehemente a que
no dejo de adherir
medrosamente, cruel
moral de pertenencia.
¿Qué le puedo decir
a ese que me conoce?
Todo depende apenas
del famoso parate:
si me viera las canas
en el espejo... Si
dejara que la edad,
podando, mejorando,
se metiese también
con mis ideas, vagas,
adolescentes... (¡Oh!
¡Ya rondo los cuarenta!)
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